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La muerte del clérigo del Sol - III concurso de relatos

Aquí tenéis otro de los relatos que se presentó al III concurso de relatos breves de Sant Jordi. En esta ocasión se trata de La muerte del clérigo del Sol, escrito por Antonio.

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Las hojas de los centenarios robles entonaban un sordo réquiem provocado por las gotas de lluvia que caían en incesante repiqueteo. Sobre un no muy amplio claro alumbrado por la crepitante llama de dos antorchas, temblequeantes a causa lluvia y la intemperie, formaban una inmensa cúpula vegetal, amparando a un joven que se afanaba en cubrir de tierra un basto cajón de madera de pino que él mismo había arrastrado hacia allí desde un pueblo cercano, el pueblo que le había visto nacer y que también había sido el escenario del último día de vida de su padre, el sacerdote que atendía aquella comunidad.

Mientras daba las últimas paladas sobre el féretro, comprado con la magra paga que había conseguido enseñando a leer al hijo del tendero del pueblo, recordaba las últimas palabras que su padre le había dirigido, cuando le había confiado su símbolo sagrado, un aro de metal que circunscribía la runa con la que comenzaba el nombre de su deidad, Bhendom, envejecido por el uso y redorado docenas de veces a lo largo de los años:

“Recuerda que las palabras tienen un significado, pero no por ello debemos ser esclavos de las palabras. Cuando hago un breve oficio de la mañana no pienso en que se glorifica menos a Bhendom, sino en que nuestros vecinos deben pasar la mañana trabajando en el campo, y no debo cansarlos con interminables prédicas; Bhendom se alegrará de que sobre la comida y podamos practicar la caridad y la generosidad. En el momento de mi muerte no puedo dejarte más que un pobre legado, mi símbolo y mi fe; la guerra acabó con casi todos los libros de la doctrina; cuanto sabía te lo he enseñado. Lo que hagas a partir de ahora, queda entre Bhendom y tú.”

Conocía las leyendas de una gran Iglesia de Bhendom en el pasado, y una gran guerra en las que su propio padre había luchado heroicamente, pero sin sentido alguno; la iglesia había perdido y el Imperio se había deshecho. El culto a Bhendom era cosa del pasado, una reliquia que solo sobrevivía en pueblos remotos, apartados de las grandes vías reales, y, siendo niño había soñado con la Iglesia de Bhendom, grande y poderosa, auspiciando el renacimiento del Imperio de los Cinco Reinos, un Imperio próspero y sin guerras, sin carencias, con escuelas, con leyes justas, con sabios clérigos derramando las bendiciones de un Bhendom orgulloso de su pueblo porque lo adoraba libremente, en la prosperidad, al socaire de las ataduras de las malas cosechas, de las carestías y de las guerras, un pueblo feliz.

Sin embargo, apenas conocía completamente la oración que debía acompañar el enterramiento, y no podía leerla del libro de Oraciones que su padre le había legado, pues estaba escrito en una lengua para él desconocida, la antigua lengua de la Iglesia de Bhendom. A pesar de ello, recordando las palabras de su padre, puso toda la pena del adiós, del único adiós en su oración. Entonces supo, de alguna manera, que aquella era la auténtica oración.

De regreso al pueblo, antorcha en mano, el cansancio, la lluvia y el barro le hacían pensar que sus botas, sus recias botas de cuero, pesaban demasiado. Caminaba envuelto en una ensoñación de recuerdos e ilusiones entremezcladas: nada tenía que perder, así que emprendería el camino y sería el artífice del resurgimiento de la vieja Iglesia de Bhendom; ajeno al conocimiento del ensimismado caminante, una embozada figura lo seguía en la distancia sin perderlo de vista.

La casa, la casa familiar sin familia, estaba lúgubremente silenciosa.
Sobre la mesa, encontró algunos sencillos manjares que el pueblo le ofrecía como el último banquete que iba a conocer en mucho tiempo, sabedores de que el joven iba abandonarlo tan pronto como pudiese y quisieran darle una despedida adecuada. Respetaban su dolor y su decisión de enterrar él sólo a su padre, pero no querían que se sintiese abandonado en el mundo.

A la luz de la antorcha dispuso la vieja cota de malla de su padre, su túnica clerical y algunos enseres en una mochila, junto con toda la comida que pudo cargar, y luego se acostó soñando con un mañana lleno de peligrosas gestas, de leales compañeros, de malvados enemigos y de reinos remotos y desconocidos, rebosantes de maravillas apenas sospechadas en su limitado horizonte rural, las profecías de gloria, poder y fortuna, de grandes amores y de enormes penalidades con que su padre le había obsequiado un solsticio de verano. Nadie acudiría al oficio a la mañana siguiente, porque lo recitaría para sí en el camino.

El hombre vestido de negro que lo seguía no encontró dificultades para entrar en la casa de un anciano sacerdote de pueblo, cuyo único habitante, un joven extenuado y ebrio de ilusiones dormía profundamente, al igual que el resto de los convecinos. Ninguno de ellos habría podido distinguir a aquel hombre de tez morena y barba, largo cabello, vestido de cuero negro con un pañuelo en la cabeza que disimulaba sus orejas puntiagudas, rasgo inequívoco de su parentesco con la raza de los elfos, ni si las manchas que limpiaba en la hoja de su afilada daga cuando abandonó aquella casa eran restos de comida o simplemente se trataba de sangre.

Fragmento conocido como “La Muerte del Clérigo del Sol”, recogido por la Maestra de Bardos Leiramonde de Ximnor, alrededor del año 6450 de la Era de la Lámpara de Íneril.

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